lunes, 26 de diciembre de 2016

Ni héroes, ni vagos: empleados públicos



Cecilia López Puertas


Sobre la burocracia, las tortugas, el role playing y las ganas de cambiar el mundo.







Gente trabajando gente 
máquinas a mi alrededor 
nada puede parar de andar 
nada puede andar peor.

Gente trabajando gente 
máquinas a mi alrededor 
digitalizan mis pensamientos 
pero no, no ven tu amor 
no ven tu amor 



(“Workin’ in The Morning”

del álbum La hija de la lágrima, Charly García, 1994)




Quino quiso que la tortuga de Mafalda se llamara Burocracia. Desde entonces, cada vez que pienso en la burocracia me acuerdo de esa tortuga que salía a pasear a la calle con un piolín atado al cuello. A mi propio cuello, quie
ro decir.



Aparentemente burocracia es una palabra que viene del francés bureau que vendría a ser oficina, aunque también se usa para
trabajo. Como sea, la burocracia es el gobierno de las personas que están adentro de las oficinas… o quizá de las oficinas mismas, de ese entramado de muebles, calendarios, ventiladores, papeles, personas y café con el que se tiñe casi todo el espacio en el que habita el Estado. Pero, seamos sinceros ¿quién no querría pasar cada uno de sus días sentado detrás de un bonito escritorio decidiendo asuntos de otros y esperando con los ojos cerrados el aguinaldo? Es cierto, afuera está el sol y acá adentro mucho no lo vemos. Es cierto, afuera está el ruido y la gente de verdad rompiéndose los cuernos para defender su libertad cuentapropista… ¡Pero acá parece que todo es tan dulce, tan acogedor! Acá pueden venir a vendernos cualquier cosa que se la compramos: maquillaje, pancitos rellenos, pashminas de la India, castañas de cajú.



También es cierto que acá la gente llora, bueno… en realidad “nos” llora. La gente nos grita, nos exige, nos falta el respeto… los libres cuentapropistas no entienden nada de respeto. Y no entienden que “no podemos hacer nada”, que “no depende de nosotros”, que “si fuera por mí patearía el tablero y arrancaría de cero otra vez”. En fin, no entienden la cantidad de energía que insume ver pasar la vida de los demás por delante de nuestros ojos impotentes. La sensación peluda de leer sobre el espanto y, así y todo, tener que frenar un minuto a cambiar la yerba del mate porque está un poco lavado.

Porque bien pudo ser una cosa o bien pudo ser justo la contraria, acá en la oficina no juzgamos, sólo tipeamos intentando bajar al menos un poco la cantidad de errores ortográficos y, cada tanto, pegar un párrafo lindo que justifique el empeño que le ponemos a la digna tarea de digitalizar pensamientos.

No es que no tengamos corazón. Es que a veces es más sano dejarlo un rato guardado. Es por eso que tenemos la oficina llena de cajones. Sabemos perfectamente que la empatía y el respeto van a transformar las estructuras caducas y corroídas de esta sociedad desalmada… pero el año que viene, este año tenemos pila de expedientes para sacar y no hay tiempo de ponerse románticos porque se te queda sin papel el fax y la que se tiene clavar en la oficina sos vos.



Tampoco es que no sepamos trabajar en equipo como en las empresas más top del primer mundo o que no seamos flexibles o tengamos poca capacidad de adaptación; te haríamos al hilo cien horas de ejercicios de role playing y todos los cursos que quieras de inteligencia emocional. En entusiasmo, innovación y compromiso no nos gana nadie pero los plazos nos vencen a nosotros no al ravi Shankar, mentendés?

Y si a eso le tenés que sumar que nunca se sabe con absoluta certeza quién cuernos es tu jefe o el jefe de tu jefe… si a eso le sumás que no está claro quién coordina qué cosa o dónde se sienta cada uno. Y bueeeno, la cosa se pone más peluda todavía. Por eso a veces se nos da por relajar un toque y cruzarnos al kiosko de lo más panchos para comprar una bolsita de gomitas de eucaliptus, no es falta de entusiasmo es lisa y llanamente, resignación.



Por eso, lo del piolín en el cuello. En nuestro cuello. Nosotros somos la tortuga. Nosotros somos la burocracia. Nosotros: los empleados públicos… los que pegoteamos tanto los dedos contra el teclado que ya no sabemos qué parte es dedo y que parte botón. Los que preferimos llorar para adentro a veces. Los que nos enojamos con el Estado tanto como con nuestra propia madre porque en el fondo llevamos su sangre y sabemos que no podemos negarlo sin negarnos.



Nosotros somos el Estado.

Y sin embargo, muy lejos de la vanidad de Luis XIV y su famoso “l´État, c´est moi”, por acá, por mi barrio, a ninguno le da demasiado placer saber eso. Y entonces sobrevaloramos nuestro trabajo cuando nos ningunean y lo relativizamos cuando nos responsabilizan. Así vamos… más o menos conscientes de la maquinaria inmensa en la que estamos inmersos, más o menos autocríticos o rupturistas. Amigos y enemigos. Ni héroes, ni vagos. Empleados públicos.



¿Quién puede juzgarnos?

¡Más vale que tenemos ganas de transformar muchas cosas! Todo el tiempo encontramos lo “perfectible”, lo “modificable”, lo “mejorable”. Pero hay tanta gente a la que echarle la culpa en el medio… Entre nosotros y las soluciones hay tantas otras oficinas, hay tantas toneladas de papel… Hay un jefe, de un jefe de un jefe… Por eso nos desanimamos un poco a veces y nos cuesta ser súper tolerantes cuando viene la gente y nos llora. ¡Es que tenemos tantas ganas de llorar acumuladas!

En esa mezcla de muebles, café, abrochadoras y nombres de desconocidos no es fácil mantener el norte, caemos en la desazón y nos convencemos de que “es laburo” y punto. Que tampoco vamos a estar rompiéndonos el alma con cada historia porque es “insano” y que lo importante es lo que pasa cuando termina el horario y uno llega a su casa y ahí sí… ahí podemos ser los héroes que hubiéramos querido contando nuestras aventuras en una conversación de amigos, agregando páginas y páginas a un anecdotario que, además de salvaguardar nuestro status, nos reconforta el espíritu.



No sé si somos víctimas o victimarios, quizá seamos un poco las dos cosas. Muy mal pagos muchas veces, muy mal tratados otras. Somos los hijos y las hijas del Estado, por nuestras venas corre su sangre. Soy nieta, hija, hermana de empleados públicos… los conozco bien. Idealistas, mediocres, inteligentes, creativos, perspicaces, desanimados, ambiciosos, entusiastas. Un rato cada cosa. Sabemos que lo que hacemos es más que vender chocolatines y por eso estamos siempre en conflicto con nosotros mismos. Pero nadie tiene derecho a juzgarnos. Pudimos estar en otro lado y nos quedamos.



Nuestro trabajo son tus derechos.

Hace unos meses algunos empleados públicos en la lucha por adecuaciones salariales o incluso por recuperar sus puestos de trabajos decían “nuestro trabajo son tus derechos”. Creo firmemente en eso. Y discúlpenme la subjetividad en la cosa, pero eso pasa solo en el Estado.

Ya sé que me dirán… “hay gente y gente”. Pero yo los he visto con mis propios ojos y los hay a montones… más tercos que cobardes. Enamorados de su lugar y de su insignificante “granito de arena”. Convencidos de que a lo mejor en una de esas ahora sí que podemos transformar de verdad algo…

Seducidos y abandonados, una y otra vez, por cada gestión, por cada nuevo coordinador o jefe o algo…

Y así y todo, dispuestos a cargar sobre sus hombros decisiones incuantificables nomás que por amor al arte… a saltar al vacío sin pensarlo dos veces sólo porque de pronto alguien les da una palmadita en el hombro y les dice “gracias, che!”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario