Nora Pflüger
Les
propongo una parábola. Había una vez cinco hermanos, que vivían con sus padres
en la casa que habían construido con el esfuerzo de todos. Murieron los padres,
y los hermanos se dispusieron a resolver el tema de la propiedad y la responsabilidad
por la casa conforme a la Ley y los Profetas. Pero sucedió que en medio de los
trámites falleció el primer hermano, luego el segundo, luego el tercero, luego
el cuarto, y finalmente quedó adentro de la casa, solito con el pago de
impuestos y servicios, el quinto hermano. Pregunta: ¿de quién será la casa?
Respuesta (de sentido común): no habiendo
otros deudos, será, sin más vueltas, del hermano sobreviviente.
¡Ja! En nuestro país, queridos míos, la
propiedad de la casa entra de hecho en
una especie de nebulosa, y el pobre sobreviviente, además de lidiar con el
duelo de haber perdido a toda su familia, y de tener que seguir pagando
impuestos, servicios, etc., tendrá que afrontar años (y costos) de “juicio por sucesión”.
Comprendo las razones que pueden llevar a la Justicia a intervenir en temas de
herencias y bienes, respeto y cumplo las leyes del país, pero me gustaría que
ciertos expedientes se despacharan un poquito más rápido (además del resquemor
ante el uso de la palabra “juicio”, que a los ciudadanos comunes, no
especializados en temas del Derecho, nos pone la piel de gallina)…
Aquí, no es de buen augurio tener menos años
o mejor salud que los familiares más próximos y ser el último en apagar la luz.
Y para
completar, no falta el amigo inoportuno que, en medio de un paro de judiciales,
le reprocha al quinto hermano “qué espera” para vender de una buena vez el
“caserón” y mudarse a un “departamentito”.
Y así es todo. Desde la cantidad de papeles
que, en plena era digital, hay que seguir llenando para cualquier solicitud,
hasta el espectáculo de los ancianos con bastón o andador que hacen cola frente
al Banco de la Nación, el de la Provincia, el de Escocia o el del País del No
Sé Dónde, bajo la lluvia torrencial o el sol abrasador (escena que debería
darnos dolor y vergüenza) para cobrar su escasa jubilación.
Soy defensora la igualdad de oportunidades
laborales, pero confieso que al entrar en ciertas reparticiones públicas, ruego
con lágrimas en los ojos que me atienda “el muchacho que sabe” (que suele ser uno en un millón) y no el chico
recién contratado que me toma el pelo, ni la empleada impermeable que disfruta
de café con bollitos, se lima las uñas,
habla por celular con el novio y cuando capta mi presencia, me mira de arriba a
abajo como si dijera: “Y ésta… ¿a qué viene a molestar?”
Dicen que nuestra morosidad y nuestra
burocracia vienen de España, del tiempo de Felipe II. Digo yo: ¿por qué no
dejamos de echarle la culpa a Felipe II y a sus tiempos, y empezamos a hacer un
esfuerzo, a pesar del fin de año y del calor, para trabajar al ritmo del siglo
veintiuno?
¡Felices Fiestas!
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