lunes, 5 de diciembre de 2016

MUROS Y BUROCRACIA

Nora Pflüger



Les propongo una parábola. Había una vez cinco hermanos, que vivían con sus padres en la casa que habían construido con el esfuerzo de todos. Murieron los padres, y los hermanos se dispusieron a resolver  el tema de la propiedad y la responsabilidad por la casa conforme a la Ley y los Profetas. Pero sucedió que en medio de los trámites falleció el primer hermano, luego el segundo, luego el tercero, luego el cuarto, y finalmente quedó adentro de la casa, solito con el pago de impuestos y servicios, el quinto hermano. Pregunta: ¿de quién será la casa?
  Respuesta (de sentido común): no habiendo otros deudos, será, sin más vueltas, del hermano sobreviviente.
  ¡Ja! En nuestro país, queridos míos, la propiedad de la casa entra de hecho  en una especie de nebulosa, y el pobre sobreviviente, además de lidiar con el duelo de haber perdido a toda su familia, y de tener que seguir pagando impuestos, servicios, etc., tendrá que afrontar años (y costos) de “juicio por sucesión”. Comprendo las razones que pueden llevar a la Justicia a intervenir en temas de herencias y bienes, respeto y cumplo las leyes del país, pero me gustaría que ciertos expedientes se despacharan un poquito más rápido (además del resquemor ante el uso de la palabra “juicio”, que a los ciudadanos comunes, no especializados en temas del Derecho, nos pone la piel de gallina)…
  Aquí, no es de buen augurio tener menos años o mejor salud que los familiares más próximos y ser el último en apagar la luz.
  Y para completar, no falta el amigo inoportuno que, en medio de un paro de judiciales, le reprocha al quinto hermano “qué espera” para vender de una buena vez el “caserón” y mudarse a un “departamentito”.
  Y así es todo. Desde la cantidad de papeles que, en plena era digital, hay que seguir llenando para cualquier solicitud, hasta el espectáculo de los ancianos con bastón o andador que hacen cola frente al Banco de la Nación, el de la Provincia, el de Escocia o el del País del No Sé Dónde, bajo la lluvia torrencial o el sol abrasador (escena que debería darnos dolor y vergüenza) para cobrar su escasa jubilación.
   Soy defensora la igualdad de oportunidades laborales, pero confieso que al entrar en ciertas reparticiones públicas, ruego con lágrimas en los ojos que me atienda “el muchacho que sabe”  (que suele ser uno en un millón) y no el chico recién contratado que me toma el pelo, ni la empleada impermeable que disfruta de  café con bollitos, se lima las uñas, habla por celular con el novio y cuando capta mi presencia, me mira de arriba a abajo como si dijera: “Y ésta… ¿a qué viene a molestar?”
  Dicen que nuestra morosidad y nuestra burocracia vienen de España, del tiempo de Felipe II. Digo yo: ¿por qué no dejamos de echarle la culpa a Felipe II y a sus tiempos, y empezamos a hacer un esfuerzo, a pesar del fin de año y del calor, para trabajar al ritmo del siglo veintiuno?
   ¡Felices Fiestas!


                                          

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