martes, 28 de junio de 2016

ESTRECHEZ MENTAL Y FANATISMO RELIGIOSO: ¿LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ?

  Nora Pflüger

   En los últimos meses hemos continuado informándonos con espanto de los horrores perpetrados por fanáticos musulmanes contra los cristianos en lugares de Medio Oriente. Como del fanatismo –y del terrorismo en sí-  hemos hablado en otro artículo, quiero ahora referirme al perfil religioso del problema. Porque mientras los católicos nos hacemos cruces, ateos y agnósticos procuran convencernos de que la culpa de todo eso la tiene “la religión”.
   Con respeto y humildad me atrevo a opinar que no es la religión en sí misma, sino un determinado tipo de ment
alidad religiosa, angosta, chata, prepotente y cargada de prejuicios, la que puede derivar en fanatismo violento.
   Y cuidado, que esa mentalidad no es privilegio exclusivo de ciertos musulmanes. Fanático es también el católico que piensa que un hindú que no ha tenido la oportunidad de convertirse a Cristo, así haya sido toda su vida un hombre excelente, el día de su muerte, por no haber sido bautizado, “se va al infierno”. Fanatismo es el de los miembros de nuestra Iglesia que expulsan de su sociedad a quienes, por su origen o su situación en la vida, no se ajustan a un esquema preconcebido.
   Siendo yo una persona de trato social correcto (digo “social”, porque de mis pecados, que los tengo como cualquiera, se ocupa el confesor), he experimentado muchas veces el rechazo de parte de gente piadosa, ferviente católica…  aquí, en La Plata, mi pueblo natal –una ciudad que (¡ya lo sabemos!) con el calor húmedo, la proximidad del río, la vecindad con regiones de tradición colonial y los mosquitos, parece la versión sudamericana de “Lo que el viento se llevó”-.
  Me rechazan, abierta o sutilmente, porque ni me hice “monja”,  ni enganché a un muchachito ultracatólico para casarme tipo Susanita, tener muchos hijitos e ir después, con todo ese trofeo, a caretear en misa. Ni les cuento la cara de asco que ponen cuando, señalándoles algún pequeño crucifijo, les explico que no me casé porque me enamoré de un judío que ahuyentó a todos los chicos católicos.
   Esas familias de mente estrecha, aferradas a la defensa de sus tradiciones y sus propiedades, son caldo de cultivo para la discriminación, las divisiones y eventualmente, en un clima emocional propicio, para la violencia.
    Por desgracia, son muy “amigos del cura” – es decir, de un cierto tipo de cura- , y no permiten que en nuestros desgastados ambientes devotos puedan soplar vientos nuevos.
   ¿Cómo conciliar eso con los gestos de apertura de nuestro Papa Francisco, en su abrazo con los patriarcas orientales, o con la reunión ecuménica a realizarse en Alemania en estos primeros días de julio, que buscará unir a católicos, luteranos y ortodoxos en un diálogo fraterno?
    Es urgente que, por estas tierras, abramos la mente y el corazón, si no queremos perder el tren de la Historia.  Pero para eso, necesitamos una nueva educación religiosa, que barra las telarañas de nuestros rincones  y nos ayude a redescubrir que desde la mañana de la Pascua, “ya no hay judío ni griego”, como dice San Pablo en la Carta a los Gálatas, sino que somos “todos uno”  en Cristo Jesús.

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