Nora Pflüger
En los últimos
meses hemos continuado informándonos con espanto de los horrores perpetrados
por fanáticos musulmanes contra los cristianos en lugares de Medio Oriente. Como
del fanatismo –y del terrorismo en sí- hemos hablado en otro artículo, quiero ahora
referirme al perfil religioso del problema. Porque mientras los católicos nos
hacemos cruces, ateos y agnósticos procuran convencernos de que la culpa de
todo eso la tiene “la religión”.
Con respeto y
humildad me atrevo a opinar que no es la religión en sí misma, sino un
determinado tipo de ment
alidad religiosa, angosta, chata, prepotente y cargada de prejuicios, la que puede derivar en fanatismo violento.
alidad religiosa, angosta, chata, prepotente y cargada de prejuicios, la que puede derivar en fanatismo violento.
Y cuidado, que esa
mentalidad no es privilegio exclusivo de ciertos musulmanes. Fanático es
también el católico que piensa que un hindú que no ha tenido la oportunidad de
convertirse a Cristo, así haya sido toda su vida un hombre excelente, el día de
su muerte, por no haber sido bautizado, “se va al infierno”. Fanatismo es el de
los miembros de nuestra Iglesia que expulsan de su sociedad a quienes, por su
origen o su situación en la vida, no se ajustan a un esquema preconcebido.
Siendo yo una
persona de trato social correcto (digo “social”, porque de mis pecados, que los
tengo como cualquiera, se ocupa el confesor), he experimentado muchas veces el
rechazo de parte de gente piadosa, ferviente católica… aquí, en La Plata, mi pueblo natal –una
ciudad que (¡ya lo sabemos!) con el calor húmedo, la proximidad del río, la
vecindad con regiones de tradición colonial y los mosquitos, parece la versión
sudamericana de “Lo que el viento se llevó”-.
Me rechazan,
abierta o sutilmente, porque ni me hice “monja”, ni enganché a un muchachito ultracatólico
para casarme tipo Susanita, tener muchos hijitos e ir después, con todo ese
trofeo, a caretear en misa. Ni les cuento la cara de asco que ponen cuando,
señalándoles algún pequeño crucifijo, les explico que no me casé porque me
enamoré de un judío que ahuyentó a todos los chicos católicos.
Esas familias de
mente estrecha, aferradas a la defensa de sus tradiciones y sus propiedades,
son caldo de cultivo para la discriminación, las divisiones y eventualmente, en
un clima emocional propicio, para la violencia.
Por desgracia,
son muy “amigos del cura” – es decir, de un cierto tipo de cura- , y no
permiten que en nuestros desgastados ambientes devotos puedan soplar vientos
nuevos.
¿Cómo conciliar
eso con los gestos de apertura de nuestro Papa Francisco, en su abrazo con los
patriarcas orientales, o con la reunión ecuménica a realizarse en Alemania en
estos primeros días de julio, que buscará unir a católicos, luteranos y
ortodoxos en un diálogo fraterno?
Es urgente que,
por estas tierras, abramos la mente y el corazón, si no queremos perder el tren
de la Historia. Pero para eso,
necesitamos una nueva educación religiosa, que barra las telarañas de nuestros rincones y nos ayude a redescubrir que desde la mañana
de la Pascua, “ya no hay judío ni griego”, como dice San Pablo en la Carta a
los Gálatas, sino que somos “todos uno” en Cristo Jesús.
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