martes, 28 de junio de 2016

El Rosario de(L) Milagro

Por Francisco Andres Flores



Fue en el año 2004 o 2005 más o menos.  Hicimos un pesebre musical en una cárcel de Romero, pero ya no me acuerdo cuál.  Estábamos en una especie de patio acompañados por los reclusos de mejor conducta y separados de los más peligrosos por un alambrado olímpico.  En abanico, desde nuestra posición, un edificio casi circular de 2 pisos coronado de garitas nos espectaba.  Muchos internos bajaron al patio detrás del alambrado; otros nos miraban desde sus celdas, a través de los barrotes, y podíamos oir sus gritos, a veces de aprobación, a veces de burla.  El panóptico esta vez se inclinaba hacia nosotros y Bentham nos apuntaba con el dedo.
La función fué emotiva y fuera de lo común: algunos reclusos nos miraban de reojo, otros hacían chistes sobre el vestuario (recuerdo muy bien, en la primera escena, que al aparecer el Profeta uno desde lejos gritó “¡Parece Bin laden!” y fue inevitable reirse, incluso para los actores), otros se enojaban en algunas escenas
y pateaban el alambrado, otros se emocionaban, otros decían piropos a las chicas del elenco… al final nació Cristo y todos terminamos celebrando la Navidad felices. 
Después de la obra, mientras desarmábamos, escuché que alguien me llamaba.  Impersonalmente, no por mi nombre, así que me hice el desentendido.  Pero la voz insistió.  Entonces me dí vuelta y vi, entre los barrotes de una ventana del segundo piso, un brazo extendido que me reclamaba.  Miré a mi alrededor, esperando que fuera otro el destinatario de la seña, pero estaba casi solo: los penitenciarios levantaban la escenografía y el sonido, los actores guardaban el vestuario y el resto de la banda estaba cargando instrumentos.  Yo, en cambio (y como de costumbre) me había retrasado desenchufando los pedales de la guitarra, y me encontraba en una soledad existencial abrumadora: la voz tras los barrotes se dirigía a mi, no a otro.  Como buen católico promedio de clase cómoda (no acomodada, que no es lo mismo, aunque generalmente coincidan), me encantaba ayudar a pobres y necesitados y recibir la aprobación social que eso conlleva; pero una cosa es ayudarlos y otra muy distinta es mezclarse con ellos.  Y aquí Dios (o el destino, o ambos) me ponía en el límite.  Respiré hondo y fuí hacia el muro, justo debajo de la ventana, sin ganas en absoluto y con razonable temor, pero tampoco quería traicionar el espíritu que nos había llevado hasta la cárcel.  Así que más por orgullo y vanidad que por otra cosa, me acerqué.
Desde la ventana una voz joven me agradeció la función, y sin poder asomar la cabeza por las rejas, sacó entre ellas su brazo con algo en la mano:
- Tomá , tomá… agarralo - me dijo.  Dios ahora me entregaba a un acto de fe ciega… sólo atiné a abrir las manos y atajar el objeto antes de que toque el suelo: era un rosario de hilo.  Me quedé mirándolo, asombrado, avergonzado internamente de mis prejuicios.  El joven me contó que tenía un hermano preso en otra cárcel, me pidió que rezara por ellos y su familia… no mucho más.  Caía la noche y los penitenciarios me hicieron señas de que había que desalojar lo que quedaba. 
Nunca más supe nada de aquel recluso anónimo, ni de su hermano o su familia.  Aún, si embargo, tengo el rosario de hilo colgando en el estudio, y cada tanto me acuerdo de él y rezo por lo que hace más de 10 años me pidiera.  No sé si le habré proporcionado algún bien; lo que él me dió, sin embargo, fue enorme: las ganas de rezar el rosario, la certeza de que Dios hace amanecer sobre justos e injustos, y la inmensidad del amor de Dios que no se detiene en paredes ni rejas…  Muchas veces esperamos revelaciones en los templos; a mi Dios, sin embargo, aquel día me mostró su misericordia desde un muchacho sin rostro, culpable y condenado, a través de los barrotes de una cárcel.
Esta anécdota la he conservado siempre en la memoria y solo la conté un par de veces.  Pero hace unos días, cuando leía el revuelo que causó el gesto del Papa de regalar un rosario a Milagro Sala, no pude dejar de recordar el episodio que les acabo de contar.  Así fue que nació este artículo; claro que nunca lo terminé, porque tanto ruido se genera en ésta época con todo lo que roza lo político, que uno casi que tiene miedo de opinar para no perder amigos y/o familiares.  Sin embargo, otra cosa ha sucedido: ahora ha salido Margarita Barrientos, célebre por su labor en el comedor Los Piletones, a decir que el Papa no quiso recibirla y que fue echada por la Guardia Suiza, y que todo ésto habría sido por su afinidad con Macri…  Sus palabras han sido repetidas en casi todos los medios y muchos periodistas de renombre las han amplificado, aún incluso tras las desmentidas oficiales y las inconsistencias evidentes de la versión de Barrientos.  ¿Qué pecado ha cometido el Papa para que, de golpe, se gasten tantos minutos televisivos y tanta tinta en criticarlo? ¿Es solo por el rating del escándalo? ¿O hay algo más?  Éste será el tema del presente artículo y de un par subsiguientes.  Tal vez deje más interrogantes que respuestas, tal vez gane más enemigos que amigos… me altera sin embargo el estado actual de cosas en el cual es casi imposible opinar sin que alguien te cuelgue un cartel político o ideológico; correré, por lo tanto, el riesgo.
¿Será culpable Milagro Sala?  ¿El Papa la apoyó mandándole un rosario?  ¿O sólo la mandó a rezar? Elucubraciones estériles.  Sólo sé que, en un estado de derecho, el juicio y la sentencia pertenecen al poder Judicial, no a los medios ni a la opinión pública; y que la presunción de inocencia no es una expresión de deseo: es un derecho.  Vale para Milagro Sala, los Kirchner, Lázaro Báez, Niembro y también para el actual Presidente y su multitud de causas judiciales.  También sé (y por propia experiencia, como acabo de contar arriba) que todo rosario es una bendición del cielo.  No lo recibimos porque seamos santos; pero, buenos o malos, nos pone en camino.  No nos hace mejores que el prójimo el regalarlo; pero, buenos o malos, nos acerca al prójimo.  También puedo afirmar que todo rosario persigue un milagro: salud, trabajo, bienestar, conversión… el que Francisco le dió a Milagro persigue uno bien difícil: la reconciliación de todos los argentinos.  Muchos se llenan la boca en éstos días hablando de “la grieta”; muy pocos, sin embargo, tienen la valentía de tender un puente.  Es más: se toma como un traidor a quien ose cruzar amistosamente la línea; incluso (y muy dolorosamente constato que sucede también entre católicos) al Papa, Pontífice criticado por hacer puentes. 
Creo que ese es el núcleo de la cuestión.  Los que quieren la guerra son más duros con los pacifistas, a quienes consideran traidores (o por lo menos blandos e ingenuos) que con los verdaderos enemigos, a quienes, por conveniencia o temor, al menos respetan; con quienes incluso están dispuestos a sentarse a negociar, cosa que no harían jamás con aquellos que les  generen dudas internas o planteen un límite ético a su voluntad avasallante.  Y sucede que, a ambos lados de la grieta, aún hay mucha gente dispuesta para la guerra, reuniendo contendientes y cerrando filas…  Cerrar filas para la batalla implica, básicamente, eliminar toda disidencia; y el Papa, en este momento, representa la más atroz de las disidencias: el Amor. 
En los últimos meses he visto multitud de personajes desfilando por las pantallas diciendo y desdiciendo cosas del Papa.  He visto gente que lo amaba cuando era Jorge criticándolo duramente ahora que es Francisco, y he visto también lo contrario.  He visto la hipocresía y la desvergüenza de muchos políticos y analistas operando mediáticamente para desprestigiar la imagen del Papa…  Yo sin embargo me enorgullezco de tener el Papa que tenemos: el revuelo que levantan sus acciones es porque van a contramano de un mundo que se ha vuelto ambicioso y egoísta; si las autoridades se enfadan por sus gestos, es porque comprenden que está más allá de sus mezquinos intereses, y que su sola presencia es un límite a la autoridad que pretenden ilimitada o, por lo menos, sin más regulación ética que la ideología o el mercado.  Nada de ésto sin embargo cambiará al mundo: sólo el amor es revolucionario, porque sólo el amor puede cambiar las cosas de raiz.  Brindo por un Papa que hace del amor su testimonio y su evangelio.
Brindo también por los rosarios, signos de la disidencia del amor, y por los milagros que buscan.




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