miércoles, 13 de julio de 2016

Ventilemos la casa, hay olor a fanatismo religioso!

Selene Peschel

A partir de esta premisa se puede abrir el debate: Los fanáticos católicos son los que destruyen a la Iglesia. Ni siquiera la dañan aquellos que la atacan o critican en los medios de comunicación, porque muchas veces esas miradas ayudan a mejorarla, sino que son aquellos que realizan ese “trabajo por dentro”. Este tipo de personajes considera que su extremismo es católico pero, el cristianismo, es totalmente lo opuesto. Pero, sería muy inapropiado que esto lo afirmara una simple cristiana, mejor escuchar a la máxima autoridad en el tema: “Prefiero una iglesia accidentada, herida y
manchada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrase a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termina clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos”. ¿Quién la dijo? Sí, adivinó. Esta declaración la hizo un pontífice argentino cuyo nombre comienza con efe de Francisco. Aunque el Papa no estaba hablando de fanatismo religioso, esta frase se aplica a la perfección: Si se unen las palabras utilizadas anteriormente dan una clara definición de este problema en la Iglesia: Enferma, encierro, comodidad, querer ser el centro y llena de obsesiones, da como resultado fanatismo del más puro. 

El té y el salón
Con un lenguaje cercano a los cristianos, y sobre todo a los jóvenes, el Papa Francisco se ha referido a la Iglesia utilizando dos imágenes muy clarificadoras; pidió que no haya “cristianos de salón” o aquellos “que hablan de teología mientras toman el té”. Por otro lado, el obispo “rebelde” de Roma, solicitó a todos los cristianos que no se encierren en sus parroquias o movimientos ni entre los cristianos que piensan de la misma manera. Pero ¿Por qué ha dicho esto? Porque el que se encierra se enferma, y también, el que se encierra se fa-na-ti-za. El fanatismo es producto del encierro, ya sea del encierro de ideas, del encierro de no querer ver la realidad, de cerrar los oídos y no escuchar y servir a los pobres, a los que sufren, a los jóvenes, a los que son más rechazados.

¿Y los jóvenes que tienen qué decir?
Al escribir sobre esta problemática surge otro componente, la juventud. Por lo general, el fanático es aquella persona que por muchos años “conservó” sus miedos y, se aferró a ellos, y los utilizó para justificar su extremismo con más y más “dureza cristiana”. Pero no hay que ser simplista. Aquí se abre otro interrogante: ¿Entonces, la solución consiste en buscar la modernización de la Iglesia como sea? Claro que no. Un gran porcentaje de los fanáticos creyentes, no son, precisamente, los menos instruidos o los que no están aggiornados ante los nuevos desafíos del mundo. El problema no se encuentra en la infusión que se bebe, tampoco en el salón, en la parroquia o en el movimiento. El té, por el contario, sería más rico si se comparte con aquellos que tienen sed de él, aquellos que más lo necesitan. La solución no es encerrarse e ignorar a las personas que “incomodan”: aquellos que sufren, aquellos jóvenes desorientados, aquellos que piden un espacio para crecer en la fe y poner sus talentos al servicio de la Iglesia. Todo lo contrario: si el fanatismo se lo puede comparar con aquel olor que produce una habitación al permanecer mucho tiempo cerrada, la manera de combatirlo es, justamente, abriendo las ventanas. ¿Quizás entre demasiado frío? ¿Cuál sería el riesgo? ¿Quizás al abrirlas entre tierra, humedad, incomodidades y fatigas? Puede ser, pero esa apertura traerá una gran renovación de aquel aire que se encontraba viciado. Seguramente también entrarán rayos de sol que colmarán de calor al lugar. ¿Y las consecuencias? Más y más frescura que dará lugar a la acogida, a la misericordia, a una Iglesia viva, inquieta, atleta, peregrina; movilizará a aquellos cristianos de salón, petrificados, inmóviles, miedosos y, como consecuencia, disipará, poco a poco, ese olor a fanatismo.
¿Qué puede significar para el cristiano una ventana y tomar un té?





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