Nora Pflüger
Dicen
que cuando le preguntaron a T.E.Lawrence (“Lawrence de Arabia”) por qué llevaba
ropas de árabe en lugar de su uniforme de oficial británico, el discutido e
impresentable Lawrence respondió con una frase de sabor evangélico (por la
cual, espero le hayan sido perdonadas muchas de sus contradicciones): “Cuando
se sirve a dos reyes, corresponde vestir las ropas del más pobre”.
Hay
tres formas de misericordia, de distinto alcance y significación. La primera,
vinculada a la justicia, es compadecernos del que sufre y darle exactamente la
que necesita. Léase: si mi hermano anda descalzo, le consigo unos zapatos. Es
el significado má
s corriente, y el más rápidamente comprensible.
s corriente, y el más rápidamente comprensible.
La
segunda es dar más allá del cálculo, o como expresaba la Madre Teresa de
Calcuta, “dar hasta que duela” (zapatos, o lo que fuere). Cuesta mucho, es poco
frecuente, pero no hace más que profundizar en la misma línea que la primera.
Y hay
una tercera, que nos queda como recurso incluso cuando ya no podemos hacer nada
para aliviar en concreto los sufrimientos del otro, y consiste en ponerme los mismos zapatos de mi hermano
sufriente y caminar con él.
Cuando
Juan Pablo II regaló su anillo a un habitante de una favela de Brasil, está
claro que no pensaba que con eso iba a resolver el hambre de todos los pobres
de esa nación. Su gesto (porque no fue otra cosa) tenía otra intención: la de
devolverle a ese hombre el sentido de su dignidad humana. De igual forma
procedía la Madre Teresa cuando se mezclaba con los moribundos de la India, a
sabiendas de que no podía internarlos a todos en terapia intensiva. Es el amor,
el amor puro, sin ningún otro propósito, detrás del gesto aparentemente inútil,
lo que reconcilia al necesitado con su propia humanidad.
Mi
experiencia es que a veces, los cristianos serios y comprometidos solemos ser
un poco fríos en este sentido, y en cambio, gente que desde nuestra perspectiva
se podría considerar un “tiro al aire”, como algunos artistas, puede tener una
sensibilidad especial para el gesto.
Porque
hablando de dignidad humana, me acuerdo de la humillación de aquellas tardes de
verano en que mamá me arrancaba del grupo en el que jugaba con mis amigas
“normales” y me arrastraba al oculista, un burro que lo único que sabía hacer
era constatar que yo veía cada vez menos. No existían entonces las cirugías
refractivas, y las lentes de contacto, además de ser en aquel tiempo muy
molestas, se desaconsejaban antes de los dieciocho años, de modo que lo único
que podía hacer un niño en esa situación
era cruzarse de brazos, aguantar un pedazo de vidrio de botella de sidra
delante de cada ojo (que despertaba la violencia de sus compañeros de escuela)
y asistir al avance de aquella “terca neblina” de la que hablaba Borges, la que
nos borra las líneas de la mano y hace que en el cielo desaparezcan las
estrellas.
Ser
miope estaba en aquellos años tan mal mirado que los promotores de espectáculos
prohibían a los artistas el uso de espejuelos, y se murmuraba que a Brigitte
Bardot, muy corta de vista ella, debían colocarle unos carteles gigantescos en
el estudio de filmación para que pudiera
seguir la letra y las indicaciones del director.
Entonces sucedió un milagro. Uno de los Beatles -los ídolos universales
de los chicos y jóvenes de entonces- se puso anteojos. No anteojos de
coquetería, no anteojos de pose, sino unos horribles y auténticos anteojos de
miope grave. John Lennon era lo que el poco misericordioso idioma inglés llama
“half blind” (medio ciego), denominación genérica en esa lengua para cualquier
afectado de miopía, sólo que en él coincidía con la realidad. Su “manager” le
había obligado, al comienzo de su carrera, a usar lentes de contacto, porque el
público no soportaba a los artistas con anteojos, hasta que John dijo que él no
soportaba las lentes de contacto y que el público tendría que aprender a soportarlo
a él tal como era. Y para completar el desafío, no se colocó unos “Pierre
Cardin”, sino los dos pedazos de botella de sidra con montura de aro de metal
que se distribuían en Inglaterra a los pobres, porque si los pobres de su país
no podían usar otra cosa, esos anteojos usaría John Lennon.
Y hubo
más: la biografía de Lennon, en particular la de sus primeros años, que
empezaba a difundirse, contribuyó a desmitificar la imagen del niño miope como
el “chico idiota” al que los compañeritos le pegaban sin que pudiera
defenderse. John Lennon, niño y adolescente, fue un chico de las calles de
Liverpool: rebelde, burlón, contestador y muy rápido para responder con los
puños. Y dejó asentada una verdad clínica: que la aparente pasividad del miope
puede esconder un carácter feroz, estremecedoramente parecido al de los ciegos.
El
gesto mínimo, pero público, de nuestro hermano John, cambió el criterio de
muchos cineastas y productores. En las pantallas del cine anteriores a los años
sesenta (y en algunas tontas adaptaciones modernas) el tímido periodista Clark
Kent debía quitarse sus anteojos para transformarse en Superman. Hoy, Harry
Potter no necesita hacer lo mismo para seguir siendo un héroe juvenil. Y es que
hasta en nuestra sociedad mediatizada, superficial y cholula, hay un antes y un
después de John Lennon.
A veces
no hace falta darle al otro muchas o grandes cosas. Lo que hace falta es el
gesto.
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