domingo, 3 de enero de 2016

MISERICORDIA: LA VALENTÍA DEL GESTO

Nora Pflüger


  Dicen que cuando le preguntaron a T.E.Lawrence (“Lawrence de Arabia”) por qué llevaba ropas de árabe en lugar de su uniforme de oficial británico, el discutido e impresentable Lawrence respondió con una frase de sabor evangélico (por la cual, espero le hayan sido perdonadas muchas de sus contradicciones): “Cuando se sirve a dos reyes, corresponde vestir las ropas del más pobre”.
  Hay tres formas de misericordia, de distinto alcance y significación. La primera, vinculada a la justicia, es compadecernos del que sufre y darle exactamente la que necesita. Léase: si mi hermano anda descalzo, le consigo unos zapatos. Es el significado má
s corriente, y el más rápidamente comprensible.
  La segunda es dar más allá del cálculo, o como expresaba la Madre Teresa de Calcuta, “dar hasta que duela” (zapatos, o lo que fuere). Cuesta mucho, es poco frecuente, pero no hace más que profundizar en la misma línea que la primera.
   Y hay una tercera, que nos queda como recurso incluso cuando ya no podemos hacer nada para aliviar en concreto los sufrimientos del otro, y consiste en ponerme los mismos zapatos de mi hermano sufriente y caminar con él.
  Cuando Juan Pablo II regaló su anillo a un habitante de una favela de Brasil, está claro que no pensaba que con eso iba a resolver el hambre de todos los pobres de esa nación. Su gesto (porque no fue otra cosa) tenía otra intención: la de devolverle a ese hombre el sentido de su dignidad humana. De igual forma procedía la Madre Teresa cuando se mezclaba con los moribundos de la India, a sabiendas de que no podía internarlos a todos en terapia intensiva. Es el amor, el amor puro, sin ningún otro propósito, detrás del gesto aparentemente inútil, lo que reconcilia al necesitado con su propia humanidad.
  Mi experiencia es que a veces, los cristianos serios y comprometidos solemos ser un poco fríos en este sentido, y en cambio, gente que desde nuestra perspectiva se podría considerar un “tiro al aire”, como algunos artistas, puede tener una sensibilidad especial para el gesto.
  Porque hablando de dignidad humana, me acuerdo de la humillación de aquellas tardes de verano en que mamá me arrancaba del grupo en el que jugaba con mis amigas “normales” y me arrastraba al oculista, un burro que lo único que sabía hacer era constatar que yo veía cada vez menos. No existían entonces las cirugías refractivas, y las lentes de contacto, además de ser en aquel tiempo muy molestas, se desaconsejaban antes de los dieciocho años, de modo que lo único que podía  hacer un niño en esa situación era cruzarse de brazos, aguantar un pedazo de vidrio de botella de sidra delante de cada ojo (que despertaba la violencia de sus compañeros de escuela) y asistir al avance de aquella “terca neblina” de la que hablaba Borges, la que nos borra las líneas de la mano y hace que en el cielo desaparezcan las estrellas.
  Ser miope estaba en aquellos años tan mal mirado que los promotores de espectáculos prohibían a los artistas el uso de espejuelos, y se murmuraba que a Brigitte Bardot, muy corta de vista ella, debían colocarle unos carteles gigantescos en el  estudio de filmación para que pudiera seguir la letra y las indicaciones del director.
  Entonces sucedió un milagro. Uno de los Beatles -los ídolos universales de los chicos y jóvenes de entonces- se puso anteojos. No anteojos de coquetería, no anteojos de pose, sino unos horribles y auténticos anteojos de miope grave. John Lennon era lo que el poco misericordioso idioma inglés llama “half blind” (medio ciego), denominación genérica en esa lengua para cualquier afectado de miopía, sólo que en él coincidía con la realidad. Su “manager” le había obligado, al comienzo de su carrera, a usar lentes de contacto, porque el público no soportaba a los artistas con anteojos, hasta que John dijo que él no soportaba las lentes de contacto y que el público tendría que aprender a soportarlo a él tal como era. Y para completar el desafío, no se colocó unos “Pierre Cardin”, sino los dos pedazos de botella de sidra con montura de aro de metal que se distribuían en Inglaterra a los pobres, porque si los pobres de su país no podían usar otra cosa, esos anteojos usaría John Lennon.
  Y hubo más: la biografía de Lennon, en particular la de sus primeros años, que empezaba a difundirse, contribuyó a desmitificar la imagen del niño miope como el “chico idiota” al que los compañeritos le pegaban sin que pudiera defenderse. John Lennon, niño y adolescente, fue un chico de las calles de Liverpool: rebelde, burlón, contestador y muy rápido para responder con los puños. Y dejó asentada una verdad clínica: que la aparente pasividad del miope puede esconder un carácter feroz, estremecedoramente parecido al de los ciegos.
  El gesto mínimo, pero público, de nuestro hermano John, cambió el criterio de muchos cineastas y productores. En las pantallas del cine anteriores a los años sesenta (y en algunas tontas adaptaciones modernas) el tímido periodista Clark Kent debía quitarse sus anteojos para transformarse en Superman. Hoy, Harry Potter no necesita hacer lo mismo para seguir siendo un héroe juvenil. Y es que hasta en nuestra sociedad mediatizada, superficial y cholula, hay un antes y un después de John Lennon.

  A veces no hace falta darle al otro muchas o grandes cosas. Lo que hace falta es el gesto.

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