Por Francisco Andres Flores
Fue en el año 2004 o 2005 más o menos. Hicimos un pesebre musical en una cárcel de
Romero, pero ya no me acuerdo cuál.
Estábamos en una especie de patio acompañados por los reclusos de mejor
conducta y separados de los más peligrosos por un alambrado olímpico. En abanico, desde nuestra posición, un
edificio casi circular de 2 pisos coronado de garitas nos espectaba. Muchos internos bajaron al patio detrás del
alambrado; otros nos miraban desde sus celdas, a través de los barrotes, y
podíamos oir sus gritos, a veces de aprobación, a veces de burla. El panóptico
esta vez se inclinaba hacia nosotros y Bentham nos apuntaba con el dedo.
La función fué emotiva y fuera de lo común:
algunos reclusos nos miraban de reojo, otros hacían chistes sobre el vestuario
(recuerdo muy bien, en la primera escena, que al aparecer el Profeta uno desde
lejos gritó “¡Parece Bin laden!” y fue inevitable reirse, incluso para los
actores), otros se enojaban en algunas escenas