sábado, 7 de mayo de 2016

TERRORISMO EMOCIONAL

Nora Pflüger



  Manejar al prójimo con el terror se está convirtiendo en cosa de todos los días.

  Con estupor estamos recibiendo en esta parte del mundo, desde hace varios meses, noticias sobre la escalada de barbarie de ciertas formas del terrorismo internacional que, por fanatismo político y religioso, están asesinado a personas inocentes, mayoritariamente cristianas.
   Se suele definir al terrorismo como un modo de ejercer presión y ganar poder mediante el miedo, y se vincula con enfrentamientos que tienen que ver son las ideologías. Pero en el fondo, es muy difícil entender estas últimas acciones de las que estamos hablando, si las reducimos a una cuestión exclusivamente ideológica. Algu
na otra cosa, muy oscura, tiene que hacer “click” en la cabeza del terrorista para llevarlo a semejante extremo.
  Hace ya más de veinte años, la Conferencia Episcopal Latinoamericana advertía que el moderno terrorismo no es sólo un fenómeno político, sino una regresión primitiva al “pensamiento mágico”. Decía: Cuando un terrorista da muerte a una persona no por quién es sino por qué simboliza (por ejemplo, un uniformado, un docente, un sacerdote) esté efectuando un sacrificio mágico, del tipo de la magia contagiosa: parece como si la muerte de un individuo fuera a matar al Sistema, de la misma manera que el hechicero quema un muñeco de cera que representa a su enemigo. Cuando se quema la efigie de alguien o se destruye un libro por repudio a la ideología del autor, se está haciendo magia homeopática… Del mismo modo, los regímenes autoritarios que el terrorismo engendra suelen asimilar esta lógica nihilista, y razonan del mismo modo mágico, aunque invoquen a la racionalidad” (“Las sectas en América Latina”, CELAM, Ed. Claretiana, 1984, pág. 267).
  Habría que preguntarse sin embargo si esta forma de ganar espacios de poder generando miedo en los demás se reduce a las expresiones del terrorismo armado. Porque a diario nos encontramos con personas que practican con su prójimo lo que podríamos llamar “terrorismo emocional”. Pensemos nomás en la adolescente que, cuando papá y mamá no le satisfacen un capricho, amenaza con suicidarse, en el jefe de oficina que tiene espantado a todo el personal con el fantasma del despido, en el amigo que al saber que estamos empezando a hacer ejercicio físico, nos recuerda que hay gente que muere de muerte súbita en el gimnasio, en el odontólogo que nos pronostica que si no nos dejamos poner cierta anestesia asquerosa para arreglarnos las caries, los dientes se nos van a ir cayendo uno por uno en hilera… etc.
  No olvidemos tampoco a ese pariente que vive en casa y que al saber que no nos gusta que nos hablen de brujas en una noche de lluvia, cada vez que se hace de noche y llueve, se pone a hablarnos precisamente de brujas.  
  Cuando era niña y viajábamos con mis padres y mi hermana por la Ruta 3, a visitar a mis abuelos de Bahía Blanca, solíamos hacer un alto de veinticuatro horas en casa de unos tíos que vivían en Azul, y que nos agasajaban ese mediodía con un suculento almuerzo. En una oportunidad, compartía la comida con nosotros un señor amigo de los dueños de casa, quien se interesó por el recorrido que iniciaríamos al día siguiente.
  Y fue no más decirle mi padre el rumbo que íbamos a tomar, para que aquel convidado comenzara a contar los espantosos accidentes que se habían producido en las últimas semanas en ese tramo de la ruta. Lo hacía con voz pausada, cavernosa, y con unos ojos saltones que le bailaban en las órbitas. Era como si el trayecto Azul-Bahía Blanca –aburrido en su mayor parte, todo vacas y alambrados y postes de telégrafo- fuera el camino de la galera de Facundo Quiroga hacia Barranca Yaco, en el que indefectiblemente debía suceder una desgracia. Aquel sujeto describía los siniestros con  lujo de detalles: la sangre, los cuerpos descuartizados, los gritos desgarradores de los niños llamando a sus madres. Y mientras a nosotros el alimento se nos quedaba en la boca del estómago, él seguía saboreando sin inmutarse unas chuletas y sirviéndose de cuanto condimento podía encontrar arriba de la mesa.
  Y no ha sido el único ejemplo de terrorismo emocional con el que me he cruzado en la vida. Me ha tocado, como a muchos, acompañar a algún familiar enfermo, internado en un hospital, en los momentos previos a su ingreso en un quirófano. Pues bien: ahí estaba siempre el infaltable “conocido de la familia”, empeñado en describir, en presencia del paciente, los horrores de la operaciones quirúrgicas y sembrar dudas sobre la capacidad del cirujano, porque “será muy bueno pero es muy joven” o “tendrá muy buena fama, pero he oído comentar que…”
  Los médicos responsables del piso o de la sala tendrían que poner orden de restricción a esa clase de charlatanes.
  Y no me digan que los individuos que desestabilizan de esa manera al prójimo lo hacen de tontitos, porque “no se da cuenta”. Hay que ser demasiado idiota para no darse cuenta. Sí que se dan cuenta. Pero es tan fuerte en ellos la compulsión de horrorizar y hacer daño al otro, que no pueden controlarla. De esa manera ejercen sobre los demás una forma efectiva de dominio paralizante. Son psicópatas… y andan sueltos.
  ¿No se mezclará algo de esto, a mayor escala, en la ferocidad de los terrorismos actuales? La masacre de unas humildes religiosas que atendían un hogar de ancianos y la de los propios internados, que fueron víctimas junto con ellas ¿se explica solamente por la “postura ideológica” de los asesinos? ¿Cuál es la línea que separa la ideología de la enfermedad?

  Lo peor es que la tendencia va en aumento. En esta sociedad que nos enerva, con tanto loco en tratamiento ambulatorio, tendríamos que dejar de relacionar la violencia con simple hecho de servir a tal o cual bandera y ahondar un poco más en los oscuros recovecos de la mente humana.

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