En cualquiera de los mundos posibles, la
convivencia cotidiana se puede tornar confortable o trastornar en lo que los
sabientes señalan como situaciones infumables. La polémica por el primer
optimista de la historia y la necesidad de encontrar pólvora en el momento
adecuado.
Por Daniel Rojas Delgado
“De los
300 que empezamos, tuve que pedirle a algunos que se marcharan, para mostrarle
respeto a los otros 290. Si una pieza en el grupo no es perfecta, puede
arruinarlo todo”. Son palabras casi frescas de Alejandro González Iñárritu al periódico New York Times. Este mexicano de 52 años es el director de Revenant: el renacido, la multipremiada
película que filmó sólo con luz natural y en Canadá —a excepción del final, rodado
en Ushuaia debido a que en el Norte les faltaba nieve—. La que a
Leonardo Di Caprio le permitió alcanzar su primer premio Oscar.
Leonardo Di Caprio le permitió alcanzar su primer premio Oscar.
Quise empezar a escribir
esta nota en el cine un martes por la noche y me trabé mal. Sin pochoclos ni
gaseosa —ya había comido empanadas de jamón y queso con Coca— me lancé a la
aventura junto a los exploradores y cazadores de la trama: una película de
amor, de locura y de muerte en la primera mitad del siglo 19. Dos condimentos
extras son la tensión cultural entre blancos e indígenas y la obsesión por el
dinero, tal como le ocurre a Alexei Ivánovich en El jugador, de Fedor
Dostoiesvki.
Hugh Glass (Di Caprio) es
el líder de la manada. Muestra y define su liderazgo no sólo por las palabras y
gestos que despliega sino también por sus silencios. Es el héroe que conoce el
terreno helado por el que se deslizan y que busca las mejores posiciones para
huir de los indígenas. Es el luchador opaco que duplica a cada instante el apetito
de venganza y el instinto de supervivencia (que, por ejemplo, cicatriza una de
sus grandes heridas con… pólvora). En repetidas ocasiones se le aparece la
imagen espectral de su esposa, que en una de ellas le dice que “el viento no
puede vencer a un árbol con raíces fuertes”.
El film cuenta con abundantes
y espléndidos planos contrapicados de los bosques (la cámara está inclinada y
apunta hacia arriba); los paisajes y las crudas condiciones de vida por
aquellos años hoy hielan los sentidos de cualquiera. Confieso que, por momentos,
la película me hizo revolver el estómago y las emociones.
Lo más cerca que estuve de
un lugar tan bello y agreste —aunque en calidad de turista que viaja en
minibús— fue cuando me enfrenté por demasiados minutos a la cordillera de los
Andes, del lado mendocino. Casi se me congeló el alma, y eso que era primavera.
Pero fue una experiencia fabulosa, una escapada óptima. Muy recomendable.
Ser
optimista o no ser
En uno de los tantos prólogos
que alguna vez redactó Jorge Luis Borges,
afirma que el filósofo Voltaire “ideó
la palabra optimismo” como una burla
espléndida al pensador alemán Leibniz.
Algunas versiones niegan que haya sido el primero; otros reniegan de Borges, y
así. Por mi parte, considero que el optimismo es necesario, aunque en adecuadas
proporciones, mi ameo. Porque no se trata de enmascarar las situaciones ni de
evitar los conflictos cotidianos o de película —intuyo que pocos de los que
leen esto se enfrentan a diario, por ejemplo, a un oso con tendencias agresivas
(las situaciones violentas que vive el pobre Hugh, en realidad, son ocasionadas
por una osa bien fiera, literal).
Los mundos posibles que el
arte construye me hacen pensar que siempre se puede estar más allá de las
reglas, las expectativas, los noticieros y las novelas policiales. Los límites
aparentes. En este sentido, reflexionar sobre las posiciones adelantadas —o
mejor dicho, “sobre las vanguardias”— me lleva a volver a pedir con timidez el
optimismo nuestro de cada día. A asumir los riesgos de vivir, de encarar los
vientos culturales adversos o de jugar sin miedo a la ruleta, como ese otro simpático
personaje femenino que recreó Dostoiesvki en la obra citada más arriba. Animarme
a enfrentar los vientos fríos y a la pareja que habla en las butacas de atrás
mientras intento seguir la lectura de los subtítulos.
“Mientras no fabriquemos
nuestra propia mecha y nuestra propia pólvora, mientras no adquiramos una
conciencia visceral de la necesidad de nuestra propia explosión, de nuestro
propio fuego, nada será hondo, verdadero, legítimo, todo será una simple
cáscara, como ahora es cascarita, sólo cascarita, nuestra tan voceada
democracia”, escribió Mario Benedetti
en 1966. Se trata de su novela Gracias
por el fuego, censurada en su momento por las dictaduras rioplatenses y el
mundo ibérico.
Adiós para siempre al
optimismo compulsivo y paranoico; bienvenido el que se encarga una y otra vez de
mantener viva la esperanza, como susurra esa melodía que a veces revolotea como
moscas por mi casa: “hoy estoy peor que ayer pero mejor que mañana”. Mientras
intente aferrarme a mis propias raíces y por más que pierda alguna de mis reiteradas
y valiosas apuestas, sé que para mí —aunque me cueste asumirlo— el mejor de todos
los mundos posibles es el que yo mismo quiero que sea. El camino que elijo para
mí; y si no es mediocre, mucho mejor.
En fin, ¿cuál es tu
trofeo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario