lunes, 21 de marzo de 2016

Cazadores de trofeos mediocres

En cualquiera de los mundos posibles, la convivencia cotidiana se puede tornar confortable o trastornar en lo que los sabientes señalan como situaciones infumables. La polémica por el primer optimista de la historia y la necesidad de encontrar pólvora en el momento adecuado.

Por Daniel Rojas Delgado


“De los 300 que empezamos, tuve que pedirle a algunos que se marcharan, para mostrarle respeto a los otros 290. Si una pieza en el grupo no es perfecta, puede arruinarlo todo”. Son palabras casi frescas de Alejandro González Iñárritu al periódico New York Times. Este mexicano de 52 años es el director de Revenant: el renacido, la multipremiada película que filmó sólo con luz natural y en Canadá —a excepción del final, rodado en Ushuaia debido a que en el Norte les faltaba nieve—. La que a
Leonardo Di Caprio le permitió alcanzar su primer premio Oscar.
Quise empezar a escribir esta nota en el cine un martes por la noche y me trabé mal. Sin pochoclos ni gaseosa —ya había comido empanadas de jamón y queso con Coca— me lancé a la aventura junto a los exploradores y cazadores de la trama: una película de amor, de locura y de muerte en la primera mitad del siglo 19. Dos condimentos extras son la tensión cultural entre blancos e indígenas y la obsesión por el dinero, tal como le ocurre a Alexei Ivánovich en El jugador, de Fedor Dostoiesvki.
Hugh Glass (Di Caprio) es el líder de la manada. Muestra y define su liderazgo no sólo por las palabras y gestos que despliega sino también por sus silencios. Es el héroe que conoce el terreno helado por el que se deslizan y que busca las mejores posiciones para huir de los indígenas. Es el luchador opaco que duplica a cada instante el apetito de venganza y el instinto de supervivencia (que, por ejemplo, cicatriza una de sus grandes heridas con… pólvora). En repetidas ocasiones se le aparece la imagen espectral de su esposa, que en una de ellas le dice que “el viento no puede vencer a un árbol con raíces fuertes”.
El film cuenta con abundantes y espléndidos planos contrapicados de los bosques (la cámara está inclinada y apunta hacia arriba); los paisajes y las crudas condiciones de vida por aquellos años hoy hielan los sentidos de cualquiera. Confieso que, por momentos, la película me hizo revolver el estómago y las emociones.
Lo más cerca que estuve de un lugar tan bello y agreste —aunque en calidad de turista que viaja en minibús— fue cuando me enfrenté por demasiados minutos a la cordillera de los Andes, del lado mendocino. Casi se me congeló el alma, y eso que era primavera. Pero fue una experiencia fabulosa, una escapada óptima. Muy recomendable.

Ser optimista o no ser

En uno de los tantos prólogos que alguna vez redactó Jorge Luis Borges, afirma que el filósofo Voltaire “ideó la palabra optimismo” como una burla espléndida al pensador alemán Leibniz. Algunas versiones niegan que haya sido el primero; otros reniegan de Borges, y así. Por mi parte, considero que el optimismo es necesario, aunque en adecuadas proporciones, mi ameo. Porque no se trata de enmascarar las situaciones ni de evitar los conflictos cotidianos o de película —intuyo que pocos de los que leen esto se enfrentan a diario, por ejemplo, a un oso con tendencias agresivas (las situaciones violentas que vive el pobre Hugh, en realidad, son ocasionadas por una osa bien fiera, literal).
Los mundos posibles que el arte construye me hacen pensar que siempre se puede estar más allá de las reglas, las expectativas, los noticieros y las novelas policiales. Los límites aparentes. En este sentido, reflexionar sobre las posiciones adelantadas —o mejor dicho, “sobre las vanguardias”— me lleva a volver a pedir con timidez el optimismo nuestro de cada día. A asumir los riesgos de vivir, de encarar los vientos culturales adversos o de jugar sin miedo a la ruleta, como ese otro simpático personaje femenino que recreó Dostoiesvki en la obra citada más arriba. Animarme a enfrentar los vientos fríos y a la pareja que habla en las butacas de atrás mientras intento seguir la lectura de los subtítulos.
“Mientras no fabriquemos nuestra propia mecha y nuestra propia pólvora, mientras no adquiramos una conciencia visceral de la necesidad de nuestra propia explosión, de nuestro propio fuego, nada será hondo, verdadero, legítimo, todo será una simple cáscara, como ahora es cascarita, sólo cascarita, nuestra tan voceada democracia”, escribió Mario Benedetti en 1966. Se trata de su novela Gracias por el fuego, censurada en su momento por las dictaduras rioplatenses y el mundo ibérico.
Adiós para siempre al optimismo compulsivo y paranoico; bienvenido el que se encarga una y otra vez de mantener viva la esperanza, como susurra esa melodía que a veces revolotea como moscas por mi casa: “hoy estoy peor que ayer pero mejor que mañana”. Mientras intente aferrarme a mis propias raíces y por más que pierda alguna de mis reiteradas y valiosas apuestas, sé que para mí —aunque me cueste asumirlo— el mejor de todos los mundos posibles es el que yo mismo quiero que sea. El camino que elijo para mí; y si no es mediocre, mucho mejor.

En fin, ¿cuál es tu trofeo?

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