Son
tiempos electorales, es decir, de propuestas pero también de banderitas de
colores y a medida. La Acción Católica Argentina, por su parte, tuvo hace unos
días su 28° Asamblea Federal en Bahía Blanca. Acá, una reflexión que intenta generar
puentes entre estos dos universos, paralelos en apariencia.
El
segundo fin de semana de este mes estuve en Bahía Blanca. Fuimos unos 7000
locos de todas partes del país; incluso Chile, Uruguay y Paraguay enviaron
delegaciones. Para mí, esta Asamblea Federal de la Acción Católica Argentina fue más
que un encuentro para conocer otras realidades, renovar energías y configurar la
nueva dirigencia na
cional: me encontré con la vitalidad y la decadencia (simbólica) de la Iglesia.
cional: me encontré con la vitalidad y la decadencia (simbólica) de la Iglesia.
Cuando
comenzaba a caer la tarde del sábado 10, los presidentes parroquiales de AC compartimos
un momento especial en una de las salas del primer piso de la Universidad
Nacional del Sur. Algunos eran tan verdes y jóvenes como yo (tengo 25 años);
otros, un poco más maduros; y el resto sí, definitivamente, demasiado verdes…
Si también vamos a hablar de política, hagámoslo, please, con humor.
Vivimos días límite:
está en juego el resultado de las elecciones, o sea el rumbo económico del
Estado nacional y sus equivalencias locales. Días de frases y proyectos radicales,
moderados o edulcorados, tardes de cambios discursivos y noches de marketing y Photoshop en abundancia. Pero
volvamos a la reunión de presidentes parroquiales en Bahía.
Cuando
la evaluaba junto a otros, compartimos el sentimiento: tuvo sabor a poco. Lo
disfruté, me enriquecí, escuché e indagué sobre lo que pasa en otras latitudes
del paisaje argentino, los dirigentes nacionales nos alentaron a seguir
trabajando… Sin embargo, faltó profundizar en lo esencial: cómo miércoles hacer para que los laicos
seamos cada vez más el motor de una Iglesia misionera y popular —“Pasión por
Jesús, pasión por nuestro pueblo” fue parte del lema de esta asamblea—. Para responder
al desafío de echar raíces cristianas en la sociedad, y aprovechar las buenas semillas
que andan por ahí y enriquecerse con las que uno necesita. Porque creo que el
mundo “cotidiano” y la “religión” deben dialogar para construir el bien común,
y no ser dos universos paralelos
—como platea la física cuántica con su teoría de los multiversos o el ingenio versero
de Jorge Luis Borges en su libro “Ficciones”.
Los desafíos latentes
Pienso
en un sinfín de metáforas que el Papa en funciones ayudó a divulgar: empezando
por la archirreconocida hagan lío
—casi una marca registrada—, pasando por la invitación a ser una Iglesia en salida y dejar todo en la cancha hasta llegar a otro bergoglismo, el de misericordiar. Pienso en los gestos de
acercamiento a las periferias
existenciales que nos pide y la impotencia con que a veces nos presentamos
ante la realidad, lo cual requiere redobladas dosis de humildad, esfuerzo y
buen humor. Pienso que el llamado a la misión siempre estuvo latente, aunque quizás
quedaba relegado tras los clásicos ropajes rituales, y que es fantástico
revivir ese entusiasmo; pero que sea sin demasiada demora. Pienso también que
esas metáforas se pueden rebelar contra los cristianos si no encontramos el
modo de sostenerlas con gestos más humanos, sin convertirnos en máquinas
religioso-burocráticas. Acciones sólidas en el mediano y largo plazo, sin
importar los “problemas” que luego puedan surgir.
Para
que estas metáforas del Papa no floten a la deriva como icerbergs benditos, propongo cargarlas de sentido y creatividad en
las comunidades, sin descuidar la oración, ni el sacrificio, ni el estudio ni
la misma acción: o sea, intensificarlos. ¡Hay tantos vacíos por llenar! Aunque
estar más presentes en los espacios de la cultura no significa lavar cerebros
para controlar los cuerpos ni tomar distintas posiciones dentro de la sociedad con el objetivo de dirigir la
política, como pedía el político y pensador italiano Antonio Gramsci. No. Me refiero más bien a dialogar con convicción en
otros ambientes, para mostrar al cristianismo como una alternativa de vida viable, valga la redundancia. No ser tan
cabeza de termo y abrir nuestras
comunidades al masashá, a esos
prójimos de carne y hueso que tenemos tan próximos: hacer apto para todo público
nuestro —nuestro, ja— mensaje.
¿Acaso tiene sentido hablar
de política en la Acción Católica? N̶o̶ ̶d̶e̶b̶e̶r̶í̶a̶m̶o̶s̶ ̶v̶i̶v̶i̶r̶ No
vivimos en una burbuja. Algunos candidatos hablan de cambiar, otros de
profundizar y los de más allá de refundar… o de refundir la Argentina. ¿Seguro que
se viene el cambio? ¿Cambio para quién? Unir a los… ¿cómo? ¿A lo “todos unidos
triunfaremos”? ¿Más participación ciudadana? ¿Más cámaras de seguridad? ¿Más
salud o más policías? ¿Crear más escuelas o más cárceles? ¿Existe un punto
medio? ¿Es necesario? ¿Cambiamos de párrafo?
Tampoco
se trata de una presencia artificial de
los laicos, de toco, (saco la foto) y me voy. Como dice el Papa Francisco en la
exhortación “Evangelii Gaudium” (La
alegría del Evangelio), “una auténtica fe siempre implica un profundo deseo
de cambiar el mundo” (punto 183) y, refiriéndose a la solidaridad, apunta: “un
cambio en las estructuras sin generar nuevas convicciones y actitudes dará
lugar a que esas mismas estructuras tarde o temprano se vuelvan corruptas,
pesadas e ineficaces” (189). El punto
207 no lo voy a citar textualmente, pero es mucho más preciso y lapidario.
Es decir, es necesaria una verdadera metamorfosis en el modo de ser Acción
Católica, no por una cuestión de marketing
—como considera al apostolado el sociólogo Pierre
Bourdieu—, sino para ser más radicales y fieles al espíritu del Fundador.
Hacia una formación creativa y circular
Destaco
la propuesta superadora del sacerdote italiano Amedeo Cencini, licenciado en Ciencias de la Educación y doctor en
Psicología: caminar hacia una formación
permanente, que tenga por lema la actitud de “aprender a aprender” y busque
desautomatizar los hábitos religiosos; compara la vida con una carrera en
bicicleta, en la que hay que saber usar ágilmente los cambios según el terreno.
Recomienda que la oración y la acción formen parte de un proceso circular, en
el que la espiritualidad se nutra y combine con es-pon-ta-nei-dad lo ordinario
(el tiempo distendido) y lo extraordinario (el tiempo concentrado, ritual, de
la fe). Buscar esa interacción con el mundo —al igual que en Twitter, gente—,
sin temer supuestas contaminaciones.
Sospecho
que avanzamos no hacia una Iglesia poderosa y triunfalista —como añoran algunos—,
sino hacia una más creíble y creativa, que se caracterice más bien por la
coherencia full time y el servicio desinteresado
y apasionado en las periferias, con una mayor participación de los laicos en
los asuntos eclesiales (recordemos que “iglesia” viene de ἐκκλησία [ekklesía], que
según los muchachos de la antigua Grecia significa “asamblea del pueblo, de la
comunidad”; un término con profundo sentido político: implica discutir, poner
en común, resolver y avanzar sobre lo ya construido).
En
este momento de la modernidad líquida,
creo que no hay recetas claras, y tampoco creo que alguien las tenga. La clave
está en saber mirar incluso lo que casi no se ve, para después obrar en
consecuencia. Por todo lo anterior, repito las palabras que firmó el periodista
y politólogo José Natanson en el
editorial de este mes de Le
Monde Diplomatique, refiriéndose al plano político nacional: es crucial
la capacidad de un presidente “para crear realidad y no solo para leerla”.
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